Continuamos en nuestro empeño por demostrar a los padres que conseguir que los chavales prueben nuevos alimentos puede ser, además de una labor necesaria, una ocasión para que la familia lo pase a lo grande. Sólo se necesita un poco de paciencia, relax y ganas de experimentar.
Sí, porque a partir de los 3-4 años, el pequeño ya tiene capacidad para acompañarnos en las tareas de la cocina, que puede convertirse, por arte de birlibirloque, en un estupendo laboratorio de sabores. Para los chicos, adentrarse en ese mundo de adultos, del que salen platos preparados y donde se manejan ollas, paletas, platos, cubiertos, moldes… resulta una experiencia tan alentadora como internarse en la “Isla del Tesoro”.
Organizar una tarde de “cocineros” puede convertirse en una actividad de lo más estimulante. Al permitir que los pequeños manipulen con nosotros los alimentos, ellos mismos verán cómo esos productos se pelan, se trocean, cambian de color, de textura… Los olores invadirán sus pequeñas naricitas y sus manos podrán urgar entre harinas y masas, rellenar moldes y sacar jugos; untar aceites y mantequillas o bañar con cacaos y cremas.
Hacer un sandwich divertido, con verduras, quesos y embutidos; ensaladas de frutas repletas de color; pintarrajear los platos con salsas y natillas… todo puede transformarse gracias a la imaginación y la creatividad.
Mientras nosotros nos encargamos de las labores peligrosas -cortar, fuego, hornos- ellos pueden lanzarse a la aventura de transformar los alimentos en el “laboratorio de los sabores”, de manera que su propia participación en el plato acabe inclinando la balanza del lado de su propia curiosidad por probarlo.
Conseguir que los nuevos sabores lleguen a la boca de nuestro hijo, como véis, puede resultar un “juego” divertido, familiar, alentador y carente de tensiones y castigos.