¿Os habéis fijado alguna vez en que un exceso de comunicación lleva a la incomuncación? Me explico: cuando a nosotros nos llegó la consola de juegos electrónicos, dejamos de hablar. Simplemente estábamos en un diálogo de interjecciones con nosotros mismos. Para que dejásemos de jugar había que plantearnos otras metas, con seriedad y rigor.
Incluso en el parque, vemos a los niños gesticular mientras el comecocos circula para arriba y para abajo sorteando las bombas que caen por la pantallita. Pero no hablan. Llegan a obedecer órdenes en automático, sin comentario de ningún tipo.
-¡Que vengas!
-Y viene.
Pero en un silencio solamente roto por un ¡Uyyyy!
Y esto es muy serio. Porque cuando los niños de la consola tengan unos años más, serán un prodigio con el ordenador. Se comunicarán con una pantalla, siendo ellos o no; conociendo a amigos reales o inventados; formando una idea real o falsa del otro, de los otros…; de personalidades intangibles que pululan por la red; o solicitando servicios, lecturas, músicas… Pero eso sí, solos. Sin una palabra.
Pensemos cuántas veces nosotros, que pertenecemos a otra generación, que nos incorporamos tarde a las nuevas tecnologías, pasamos horas ante el ordenador, sin abrir la boca. No hay a quien decir hola. Ni buenos días. Se trata de un monólogo de teclas que se dirigen hacia otro que, en ese momento, está o no. A veces sí, y se establece un corre que ya, para darle más sensación de cordialidad, llamamos en “tiempo real”.
Esa es la gran paradoja: que en el siglo de la comunicación tengamos que pagar el peaje de silenciar las palabras.
¿Te has parado a pensar en los matices que pueden dictarse desde un teclado? Sí, es verdad que se han inventado incluso formas de expresar sentimientos con los signos. Uno puede enviar una sonrisa con dos puntos y el cierre de un paréntesis. O una tristeza, si el paréntesis se abre. Son los iconos que nos permiten enviar sentimientos sin alma (los emoticonos).
Y hay otro peaje más gravoso aún: el de las consecuencias de ese silencio.
¿Qué matices pueden plasmarse en una tecla? ¿Cómo decir “te comprendo” o “lo siento”; cómo enviar una palmada en la espalda, cómo plasmar una caricia…?
El aumento espectacular de patoogías mentales y psicológicas puede tener su origen precisamente en esa vida aislada desde la infancia. Porque a la hora de compartir, el niño no va a encontrar en su entorno compañeros, sino competidores.
La única receta para una buena higiene mental, parte de una vida en común. O al menos de una vida comunicada. Pero comunicada con el calor de una palabra, no con la frialdad de una tecla.
Imagen: kidsandmedia