La noche se acerca, con su promesa de sueños y pesadillas, de descanso o intranquilidad. Muchos niños de tres y cuatro años que duermen solos desde hace tiempo (o desde siempre) tienen en algún momento el deseo de dormir con sus padres. Hacemos lo que podemos: mensajes tranquilizadores cargados de lógica (“los fantasmas no existen”), idas y venidas de su cuarto al nuestro… pero, apenas nos separamos, vuelve el llanto o la llamada y solo nuestro cálido contacto los consuela. ¿Qué hacemos?
Queremos dormir con él
Estamos tranquilos y confiamos en que se trata de una etapa, así que optamos por acogerlo en nuestra cama y no le damos más importancia. Y se acabó el problema. Algunos padres son defensores del colecho y otros, sin serlo, no ven problema alguno en que el pequeño pase algunas noches con ellos.
Si esta es nuestro opción, es importante que confiemos en nuestro criterio interno y no flaqueemos ante las posibles críticas ajenas: “¿Tan grande? ¡Se va a malacostumbrar!”, pueden decirnos. Es nuestra opción y no, “no se malacostumbran por esto”. Estamos escuchando y respondiendo a una necesidad real de nuestro hijo (el contacto nocturno) y aceptamos sin más preguntas el camino que él ha elegido para solucionarlo, para afrontar lo que sea que le está ocurriendo.
Lo único con lo que tenemos que tener cuidado, en caso de que esta sea nuestra opción, es no alargar su estancia en nuestra cama (o la nuestra en la suya) innecesariamente, es decir, asegurarnos de que cuando quiera puede volver a dormir en su habitación.
No queremos dormir con él
Eso es otra cosa. Una opción igualmente válida, ya que respetar nuestras necesidades no es incompatible con atender las suyas. Que no queramos dormir con él no quiere decir que no podamos encontrar una manera de atender las necesidades de nuestro hijo. Porque de una cosa no hay duda: algo le ocurre, no es un capricho.
Un hábito fuerte, el del sueño, se ha visto seriamente alterado; antes dormía solo y ahora no. Busca con angustia nuestra presencia por la noche. Sí, algo pasa, y no atenderlo sería el único camino mal tomado en este historia. Puede estar en una etapa en la que afloran los miedos (no son solo cosa de su imaginación, sino simbolizaciones de lo que está ocurriendo en su pequeña y ajetreada vida), puede ser un tiempo de excesiva soledad, puede estar reclamando un mayor contacto o vínculo afectivo… Solo él lo sabe y merece la pena escucharle.
Lo que en realidad está en juego no es que venga a nuestra cama, sino escuchar eso que le está pasando y que ha hecho que pida de nuevo algo que ya no necesitaba: nuestra tranquilizadora presencia nocturna.
¿Qué hacer?
Con la opción número uno, la del colecho, el “problema” está resuelto. Es con la segunda opción con la que hay que hacer algo. Pero cuidado, porque tomar medidas inmediatamente puede llevarnos a no escuchar al niño. “Como tengo una idea, la pruebo, y no hace falta que comprenda lo que le pasa”. Hay que bajar a su altura, mirarle a los ojos, escucharle con los cinco sentidos. La forma en que ha decidido resolver el problema (más contacto con nosotros) puede darnos una pista de lo que puede ayudarle. Quizá detectemos un conflicto en la guardería (un amigo que le pega), o nos demos cuenta de que desde que empezó el curso apenas compartimos un ratito por la noche. Pero, ¿qué hacemos por las noches mientras consigue recuperar el equilibrio que le falta?
- Consolidar nuestro papel en la rutina del sueño: Convertir el último momento del día (baño, cena…) en un momento de contacto y cariño.
- Reforzar su sentimiento de seguridad: La idea es ir con él hasta la cama si no quiere dormir solo, asegurarle que le acompañaremos hasta que se duerma y recordarle que nos puede llamar en cualquier momento. Si cuando se despierta durante la noche acudimos rápidamente, se dormirá enseguida. Lo cierto es que esto no puede resolverse sin nuestra presencia; a veces puede resultar incómodo, pero es una etapa.
- Ofrecer herramientas “simbólicas”: una lucecita o un muñeco le pueden ayudar a sentirse más seguro durante la noche.
- Darle la oportunidad de enfrentar sus miedos a través de los cuentos y el juego. Nuestro hijo es el que debe dirigir el juego.
Fotos | Donnie Ray Jones; Luigi Anzivino;