Los niños con mayor riesgo de sufrir infecciones graves son aquellos que tienen fiebre superior a los 39 grados centígrados o con analíticas de sangre alteradas, a pesar de que es imposible predecir cuándo el niño puede tener fiebre con seguridad. Incluso, aunque un niño presente un paso de bacterias a sangre, puede que no sufra ninguna alteración o secuela, pero también es cierto que el riesgo de que tenga una enfermedad grave es considerable.
Por ese motivo, los niños con mal aspecto se suelen ingresar en el hospital para iniciar un tratamiento y completar los estudios necesarios. Los niños con fiebre inferior a los 39 grados centígrados sin que se encuentre la causa, en principio podrían ser seguidos en consulta, aunque para ello se debe acudir siempre al pediatra y seguir sus indicaciones.
En los casos en los que la fiebre sube de 39 grados centígrados y no existe foco, pero el niño tiene muy buen estado general, el pediatra puede optar por pedir pruebas complementarias e incluso iniciar un tratamiento mientras se reciben los resultados de las pruebas. Como es lógico, todas estas actuaciones son individualizadas, están guiadas siempre por el pediatra y suelen estar consensuadas con los padres para garantizar las posteriores revisiones del niño, ya que a veces éstas son incluso cada 24 horas hasta que se localiza el foco o se evidencia que la infección no es potencialmente grave.
Estas actitudes pueden ir cambiando en función de la exploración del niño, de su respuesta a la medicación y de los resultados obtenidos en las pruebas. En el momento en el que el niño muestre gravedad o alguna de las pruebas lo indique, el tratamiento será en medio hospitalario. De ahí la importancia de que los padres tengan controlado al niño y conozcan los signos de alarma de una infección grave como el mal color de la piel, el mal tono muscular, el mal estado general del niño o la presencia de petequias. En estos casos siempre habrá que acudir al pediatra.
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