Lo cierto es que las mujeres del siglo XXI se convierten en madres por primera vez a una edad más avanzada y esto, junto con la predisposición genética, es un factor de riesgo. Hoy en día la mujer es madre cada vez más mayor, le cuesta más quedarse embarazada, tiene menos hijos y exige mayor seguridad. De ahí, que el diagnóstico prenatal esté evolucionando hacia técnicas que no tengan un carácter invasivo.
Hasta ahora el protocolo a seguir para definir el riesgo potencial de que el feto tuviera alguna anomalía cromosómica, consistía en realizarle a la embarazada las pruebas de cribado, basadas en un análisis de sangre a la madre, junto con su edad y la ecografía del primer trimestre (en la que se mide el pliegue nucal). Mediante estos parámetros, se obtiene una predicción de riesgo: si este riesgo es superior a 1/250 se recomienda la amniocentesis (en la que se extrae una muestra del líquido amniótico), o la biopsia corial (mediante la que se obtiene una muestra del tejido que rodea al feto y a la placenta).
El problema es que ambas pruebas, aún siendo muy eficaces, entrañan un uno por ciento de riesgo de aborto. No hay que olvidar, además, que esta predicción no deja de ser un algoritmo matemático, con el que se obtienen muchos falsos positivos. El principal inconveniente del cribado es su falta de precisión, lo que provoca riesgos posteriores innecesarios al tener que realizar una prueba invasiva, como la amniocentesis para confirmar el resultado.
Imagen: privatepregnancy
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