Con el teléfono móvil es posible cada vez hacer más cosas, entre otras, jugar a los videojuegos, hacer fotos, grabar vídeos o conectarse a Internet. Pero, además de las prestaciones del propio aparato, su uso permite que se satisfagan determinados deseos de comunicación, además, de forma inmediata. Por ejemplo: informarse, obtener el consuelo de ser escuchados, el orgullo de que nos llamen “porque se acuerdan de nosotros”, o el desahogo emocional a través de mensajes de texto, que permiten decir cosas que de otra manera no se dirían (por ejemplo, por timidez).
Incluso el rato de conversación durante una llamada puede ser, por sí mismo, gratificante; pues a algunas personas les sirve para reducir, por ejemplo, el sentimiento de soledad; sin que importe el motivo de la llamada, ni el destinatario.
Sin embargo, en el momento en que todo esto va más allá, puede surgir una adicción. Cuanto más discreta, estrecha y recurrente a lo largo del tiempo sea la asociación entre la utilización del móvil y el bienestar (o reducción de malestar) que se experimenta tras su utilización, más probabilidades existirán de que se pueda acabar desarrollando dependencia hacia el aparato.
Y los niños no son ajenos a esto. De hecho, cada generación empieza a disponer de un teléfono móvil en edades cada vez más tempranas. Está en nuestras manos conducirles por una adquisición y una utilización correcta de este aparato.
La palabra adicción, se asocia, normalmente, con el abuso de sustancias como el alcohol, el tabaco u otras drogas. Pero también se puede utilizar para referirse a otras dependencias como suele ser la del teléfono móvil u otras nuevas tecnologías como el ordenador.
Concretamente, la dependencia al móvil se manifiesta en un uso y cuidado del aparato descontrolado e intenso, sólo contenido durante breves intervalos de tiempo. La alteración y el consiguiente perjuicio que se produce en la vida de las personas son muy significativos. Ven seriamente perturbada su cotidianidad.
Si esbozamos el retrato de un niño con adicción al móvil (no muy diferente, en lo esencial, al de un adulto), podemos decir, por ejemplo, que mantiene una constante actitud de vigilancia sobre el aparato, ante la posible recepción de llamadas o mensajes de texto. Además, si se ve obligado a silenciarlo, realiza continua consultas para ver si alguien se ha comunicado con él. Por otro lado, también se podría añadir que cuando es él quien llama o envía mensajes de texto, es frecuente que no lo haga con un propósito definido, sino compulsivamente, como si fuese un acto automático.
También presenta desmesuradas e intensas sensaciones de malestar, irritabilidad o nerviosismo por el simple hecho de no poder usarlo o por estar obligado a utilizar otros métodos más personales que impliquen el contacto directo con otras personas. Estas sensaciones desaparecen en el mismo momento en el que el móvil puede volver a ser utilizado.
Este esbozo de retrato sería, en definitiva, el de una persona que se pasa horas y horas con el teléfono, dedicándose a él durante la mayor parte de su tiempo libre. Ello conlleva poder robarle minutos al sueño y distraerse durante la realización de actividades donde el móvil no es adecuado, como, por ejemplo, las que se realizan en clase.
Algunas de las consecuencias que esto provoca son cambios bruscos en el estado de ánimo y carencias en el control de impulsos, que pueden conducir, incluso, al robo de dinero para poder sufragar los gastos que provoca la utilización del aparato. Sin olvidar problemas de comunicación que dificultan las relaciones sociales, aislamiento, dificultades para escribir correctamente o cansancio, entre otros.
La utilización del móvil, haciendo un ejercicio de síntesis, responde a dos motivaciones diferentes y contrapuestas. La primera hace referencia al uso utilitario que se hace del teléfono, cuando resulta un medio para la consecución de unos determinados fines. Un paso más, entre otros necesarios, para conseguir algo que se quiere. Se produce una asociación entre el uso del móvil, y el placer o gratificación que se obtiene con esa utilización: pero ésta, no es directa ni estrecha, sino lejana. Por ejemplo: y sin descartar que puedan existir otro tipo de “razones excepcionales”: la gratifiación que consigue la persona que llama a un restaurante de comida para llevar, (el principal interés de la llamada está en la obtención de la comida). No basta con llamar para experimentar una sensación de bienestar. Ésta, sólo llegará, cuando se escuche el timbre de la puerta, y se obtenga la comida.
La segunda motivación está relacionada, por el contrario, con la fuerte asociación que existe entre la utilización del móvil y el placer o gratificación que con ello se experimenta. El efecto de lo segundo tiene como causa directa, lo primero. Esta asociación, cuando es reiterada, (ya sea consciente o inconscientemente) y no puntual y espaciada, favorece el desarrollo de una adicción hacie al teléfono, que, de llegar a instaurarse, da lugar a patrones de comportamiento indeseados.
Los niños aprenden a dirigir su propio comportamiento imitando a sus padres, principalmente, o siguiendo las indicaciones que de ellos reciben. A medida que van creciendo, muchas de estas indicaciones van siendo gradualmente innecesarias, porque el niño ya las ha automatizado. Pero al niño le resulta más fácil hacer las cosas si parte de un modelo. Por tanto, para que el niño no utilice el teléfono móvil de forma descontrolada, es bueno que sepa establecer, por sí mismo, los límites oportunos.
Y puede aprenderlo si sus padres le enseñan. Primero, indicando cuáles son los límites y exigiendo su cumplimiento; y, en segundo lugar, ejerciendo ellos mismos como modelo: tratando de dar ejemplo con un uso adecuado del teléfono. Es decir, una utilización que se base más en el uso puntual del aparto que en las posibilidades recreativas y placenteras que ofrece. De este modo, se favorece que el móvil no se convierta, a nivel mental, en una “compañía permanente”.
Aunque no existe una edad específica para que el niño pueda usar el teléfono, de modo orientativo no es recomendable que lo haga antes de los once o doce años. Previamente a esa edad difícilmente se encuentran motivos que justifiquen que el niño posea un teléfono, si no es para utilizarlo como un juguete. Algo nada aconsejable.
Desde los once años en adelante (aproximadamente), el niño puede necesitarlo en el caso de que pase más tiempo alejado de sus padres, sirviéndole como vía rápida para comunicarse con ellos y viceversa. Incluso, la posibilidad de que un niño posea móvil, puede entenderse como una oportunidad para que aprenda a desarrollar su capacidad para asumir responsabilidades.
Por otro lado, en esa época empiezan a agudizarse en el niño las ganas de sentirse independiente. Y el uso del móvil, en parte, es una forma de saciar ese sentimiento. Lo cual no es malo por sí mismo y, por tanto, no tiene por qué evitarse, prohibiendo su uso de forma terminante. Pero, eso sí, su compra no debe suponer un esfuerzo para la economía familiar y su utilización, además, debe tener ciertos condicionantes. Es decir, los citados límites (actuando a nivel emocional, social, comprensivo y comportamental). Ello servirá para prevenir los posibles abusos que pudiesen darse en su utilización.
Fotos | Balazs Koren; Juhan Sonin; daveynin; Elsa Salinas