Cada vez acuden más familias a consultar a los profesionales de la salud y de la educación por problemas relacionados con el comportamiento infantil. Se preguntan y preguntan por qué su hijo les provoca, por qué llora por todo, por qué no les hace caso, por qué patalea o se enrabieta, por qué se pone así…
El problema de la inseguridad
Los niños se portan mal por inseguridad. Debajo de la mayoría de los problemas psicológicos en la infancia se suele encontrar un mismo patrón: menores inseguros. La inseguridad en los niños tiene diferentes rostros: niños miedosos, hostiles, sumisos, dependientes, distraídos, provocadores, agresivos, ansiosos, caprichosos, impulsivos, irresponsables, exigentes, influenciables, tiranos, evitadores, pasotas…
Los niños inseguros presentan algunos de los siguientes rastros: no suelen tener respeto, poseen baja empatía y baja sensibilidad ante el daño que pueden provocar, no saben esperar, lo quieren todo ya, les cuesta tolerar las frustraciones; apenas tienen sentimientos de culpabilidad, echando la culpa a los demás sistemáticamente; llaman la atención de forma inadecuada; son máquinas de decir “me da igual”; usan excesivamente la provocación y la mentira; piensan que no deberían verse sometidos a ninguna molestia, que todo lo que no es beneficioso para ellos es injusto.
Tú puedes hacer que cambie
Cuando los profesionales se encuentran con menores con este perfil, tienen dos caminos: enviar al niño a un tedioso recorrido de pruebas diagnósticas, visitando a diferentes profesionales, buscando etiquetas a su comportamiento, recetando fármacos… o derivar a los padres a un recurso que les ayude a reflexionar sobre sus prácticas educativas.
Los niños nunca deberían ser los culpables de los conflictos que surgen en casa. No son pequeños tiranos, ni desean amargar la vida del adulto. Tampoco los padres son los culpables, pero ¡sí son los responsables! La inseguridad de los niños suele aparecer cuando algo no funciona en la dinámica familiar, cuando las funciones que tienen que ejercer los padres y las madres no se están llevando a cabo de manera adecuada: las pautas educativas impredecibles, repletas de contradicciones entre lo que se piensa, se dice y se hace; la escasez de amor incondicional, de cariño, ya que el niño ha de sentirse querido siempre, haga lo que haga; la presencia de gritos, regañinas, sermones, castigos; la falta de respeto y de confianza cuando los hijos pueden tomar decisiones; el excesivo control y protagonismo adulto. Todo esto depende de los padres.
Por eso, son los padres los que tienen que cambiar primero. Para modificar un comportamiento infantil, hay que hablar con los padres siempre. No vale limitarnos a señalar al niño, ponerle una etiqueta, realizar un diagnóstico, recetarle un fármaco o llevarle al psicólogo si antes no se ha trabajado con los padres, no se les ayuda a detectar lo que falla y a aprender herramientas para ejercer buenas prácticas educativas.
¿Cómo dar seguridad a nuestros hijos?
Imagina que vas de excursión con tu familia. Dependiendo de la edad de tus hijos y de sus capacidades, habrá decisiones que solo incumben al mundo adulto, otras se pueden compartir y otras decisiones serían exclusivamente de los hijos. Sería insufrible si todas las decisiones las toman los padres, o las toman los hijos, o todo se tiene que negociar. Un poco de cada cosa, el equilibrio es clave. De aquí salen las tres grandes herramientas educativas que cualquier familia tiene que aprender a aplicar: decir no, negociar y delegar responsabilidades.
Decir no: se ha de decir “no”, cuando se debe proteger al hijo, cuando el control de la situación tiene que estar en el mundo adulto, cuando los hijos no poseen la capacidad para tomar decisiones en ese momento evolutivo. Es el espacio donde se ejerce la autoridad, pero de forma amable, teniendo en cuenta la postura y la opinión del hijo.
En la excursión, los adultos tienen la obligación de decidir todo aquello que los hijos no pueden decidir, porque no tienen las habilidades necesarias. Por ejemplo, si hay amenaza de tormenta, se decide dar la vuelta, independientemente de la opinión del niño. Y si el niño quiere seguir, hay que decir que “no”.
Negociar: el control de la situación se puede y se debe compartir con los hijos. Tanto el adulto como el menor pueden tomar decisiones. Se buscan compromisos con los hijos, y se confía y se respeta su toma de decisiones, con una visión cooperativa buscando que ambas partes ganen algo. es algo así: decides sobre lo que decidimos que puedes decidir. Pero, como resultado final, no se busca la obediencia del hijo, sino su decisión.
En la excursión, tanto el el menor como el adulto van de la mano, uno junto a otro, y pueden decidir dónde para a comer, cuándo descansar, si se hace una foto o quién lleva la cantimplora.
Delegar responsabilidades: el control de la situación y la responsabilidad es totalmente del hijo. El niño toma decisiones que afectan a su proyecto de vida, no a la de sus padres. Digan lo que digan los adultos, los niños son los que deciden en último término. Los padres aprenden a acompañar, a ponerse detrás en su viaje, a estar disponibles cuando el hijo (no los padres) lo crea conveniente, a mostrar confianza cuando tiene que decidir y, muy importante, el hijo debe y tiene que percibir que se respetan esas decisiones.
En la excursión, ya se va detrás, dejándole hacer: si se sube a una roca, si persigue a una lagartija o si quiere llevarse un amuleto que nos parece absurdo.
En resumen, el objetivo de cualquier intervención con familias (terapias, escuelas de padres y madres) es ayudar a padres y a madres a entender las conductas, los problemas y las reacciones emocionales de los hijos; potenciar las fortalezas adultas; motivar al cambio adulto de lo que no funciona para facilitar el cambio del hijo; entrenar esas herramientas antes descritas; y generar un contexto educativo repleto de cariño, respeto, confianza, credibilidad, coherencia, amor, previsibilidad y constancia.
Fotos | Niklas Hellerstedt; Darrell J. Rohl; Kevin Stanchfield
[…] bien o mal, prohibiciones… un niño necesita un camino a seguir. Del mismo modo, ese mismo niño necesita sentir que lo que hace está bien hecho, que tiene sentido, que sus actos tendrán unas consecuencias que le dirigen a un fin […]