Un día u otro, las madres se ven en la necesidad de salir sin su bebé, del que no se han separado en ningún momento. De vez en cuando hay que resolver alguna cuestión ineludible, hacer una compra especial, comer en un restaurante con papá o una amiga o, simplemente, sentir que una es un ser independiente.
Cuando esto llega, seguro que a la madre no se le va del pensamiento su niño: ‘¿Me echará mucho de menos?, ¿se apañará bien la niñera o la abuela si coge una llantina?’.
Reflexiones como estas suelen acecharnos, sobre todo, cuando pensamos que el origen de la escapada no era absolutamente imprescindible. Es posible que la madre lleve algo de razón: su hijo se acuerda de ella, cómo no, y seguro que esas horas no son tan perfectas para él como las que disfrutan juntos.
Pero no es tan importante la cantidad de tiempo que los padres pasan con el bebé como su calidad. Lo fundamental es que los ratos que compartan merezca la pena de verdad, que jueguen y le estimulen con dedicación.
Cuando se trata de un recién nacido, hay que valorar hasta qué punto necesitamos salir. No tiene la misma importancia resolver un trámite que irse de compras con una amiga. Pero lo segundo también puede estar justificado: después de un paseo ocioso volveremos relajadas y el niño agradecerá nuestro buen humor. A medida que vaya creciendo podremos distanciarnos de él con mayor frecuencia.